dilluns, 10 de maig del 2010

Cuentan que Grecia arde...


La observo mirar fijamente la larga marcha que transcurre bajo su balcón. La veo llorar, a través de los barrotes de hierro forjado. Llora con los ojos muy abiertos, como si ya no pudiera retener por más tiempo todas las lágrimas que el miedo le negó. Pero no parece triste.

Se aferra fuerte a la helada barandilla y lagrimea con más fuerza, mientras una multitud recorre la calle, mostrándole banderas de un color que ya no recordaba. Ese rojo intenso le anida en el estómago, le asalta las mejillas, le calienta las lágrimas.
Pero no está triste, ya no. Si acaso, algo asustada. Pues siempre la advirtieron de lo inconveniente de unirse, de adherirse, de solidarizarse, de apoyar, de defender. Sin embargo, después de transitar autómata por los años, de sentirse inquilina de una vida de la que no es dueña, se reconoce. Se reconoce y hasta se atreve a saludarse. Se mira incrédula, pues no esperaba encontrarse de nuevo. Y sin embargo allí está y es la misma.
El gentío corea ahora viejos cánticos, ya desterrados de su memoria. Ha oído que ese día hay huelga general. Ella nunca opinó y tampoco ahora le apetece hacerlo. Alarga una mano, tímida, por entre los barrotes y acaricia la áspera tela de una enseña. Cierra los ojos y trata de unirse a esa potencia colectiva que ha tomado la ciudad. Entonces abre los ojos y me ve. Un rostro que la observa entre la multitud. Le dedico una sonrisa nacida en el estómago, de esas que se expanden con un cosquilleo por todo el cuerpo. Y ella se sorprende, pues creía extinguidas las sonrisas francas. Pero pronto comprende que no, que esas sonrisas nunca se fueron, que las escondió también el miedo. Pero de eso ella ya no tiene. Ahora solo llora, llora y se siente más viva que nunca.

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