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Todos los malditos onces de septiembre la misma melancolía ronca. Caminar y una luz, dos esquinas, dos bolsillos en la chaqueta para esconder las manos. Seguir, si es que no queda otra.
Ya sabe que es pasajero. O más bien intermitente, porque no pasa, pero permanece siempre. Aún así esta noche le costará decidirse a apagar la luz. Miles de frenazos, de turbas de frío, de espantosas calmas, se cernirán sobre ella.
Nos dieron un golpe en las manos, cuando las mostrábamos a cielo abierto. Aprendimos a esconderlas sólo a medias. Pero no la tristeza. Esa nos cayó con La Moneda, y nos hizo arañazos de alambre con cada año. Ella sigue pisando sus calles nuevamente, con paso viejo. En Allende ametrallaron las villas miseria, los cinturones industriales, los comités de fábrica, las organizaciones de mujeres, la inocencia roja. Sobre otros Allendes disparan ahora. Sobre Allende suena esta noche que se avecina turbia.
Cuando la vida se negó a parar, impuso docenas de compromisos inexcusables de cotidianidad, de urbanidad, de civilidad. Con esos aprendió a morirse sólo por dentro. A cantar bajito, a escribir en hojas sueltas, a dar los besos muy despacio. A vivir en homenaje a los que se llevaron. Ellos la habrían querido feliz, pero lo único que no habrían tardado en entender es su pelo en la cara y sus viejos libros mojados.
"Sonreir es otra forma de enseñar los dientes" dicen casi al mismo tiempo en un Ongi Etorri en Elgoibar. A lo mejor sonreir es demasiado difícil, pero a ella le queda escribir.
Escribe, sin creerse a sí misma, con lágrimas feroces, que nunca más la tristeza. >>>
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